El poder papal y las enemistades familiares
En un extraño giro, la religión minoritaria que el emperador Diocleciano había intentado machacar con tanto esfuerzo llegó presta a salvar la gloria de la ciudad de Roma. A través del caos de invasiones y contrainvasiones que hicieron ceder a Italia ante tribus germánicas, la reconquista bizantina y la ocupación lombarda en el norte, el papado se estableció en Roma como fuerza espiritual y secular.
Los papas fueron astutos y se sacaron de la manga la Donación de C., documento conforme el que el emperador supuestamente había garantizado el control de la Iglesia sobre Roma y sus territorios aledaños. Lo que precisaban era un garante con influencia militar; lo hallaron en los francos y se materializó en un pacto.
A cambio del reconocimiento formal del control del papado sobre Roma y los territorios limítrofes, en poder bizantino –desde entonces conocidos como Estados Pontificios–, concedieron a los francos un papel principal, aunque equívoco, en Italia, y a su rey Carlomagno el título de emperador del Sagrado Imperio Romano Germánico. Tras su coronación por L. III el día de Navidad del ochocientos, quedaba roto el vínculo entre el papado y el Imperio bizantino, y el poder político del que había sido el Imperio romano de Occidente, transferido al norte de los Alpes, donde proseguiría durante más de mil años.
El escenario quedaba dispuesto para un futuro de luchas aparentemente interminables. De igual modo, las familias aristocráticas de Roma se enzarzaron en la disputa por el papado. Durante siglos, se batallaría despiadadamente por la corona imperial y asimismo Italia sería frecuentemente el principal campo de batalla. Los emperadores romanos intentarían una y otra vez imponer su control sobre unas ciudades italianas con una mentalidad poquito a poco más independiente, e incluso sobre la propia Roma. Como respuesta, los papas se servían de forma continua de su poder espiritual para doblegar a los emperadores y favorecer sus fines.
En el último cuarto del s. XI, el choque entre el papa G. VII y el emperador Y también. IV sobre en quién recaía el derecho a nombrar obispos (poderosos políticos y, en consecuencia, esenciales amigos o peligrosos contendientes) mostró lo amargas que estas luchas podían ser. A fines de la Edad Media eran un eje central de la política italiana y en las ciudades y zonas de la península afloraron dos bandos: los güelfos (que apoyaban al papa) y los gibelinos (a favor del emperador).